Nada irrita tanto a los padres como las mentiras de sus hijos. Y tienen razón, porque desde el momento en que la duplicidad se insinúe en el corazón de su hijo o de su hija, no será ya posible el ambiente de confianza, la atmósfera se hará pronto irrespirable. Pero con frecuencia olvidan los padres que son precisamente ellos quienes desde el principio deben dar a sus hijos ejemplo de la más escrupulosa sinceridad.
Es necesario formar a los niños en la franqueza. Tanto más porque, siendo la mentira un medio cómodo de defensa para los seres débiles, constituye pronto para el niño una permanente tentación; como, por otra parte, su juicio no está todavía formado, existe el riesgo de que poco a poco se deje envolver en sus propias mentiras. Ahora bien: quien no sabe distinguir lo verdadero de lo falso está muy cerca de no poder distinguir el bien del mal.
En un medio familiar y escolar donde se observa cuidadosamente la franqueza, existen todas las probabilidades para que la mentira del niño sea accidental sin degenerar nunca en falsedad.
La menor falta de sinceridad por parte de los padres es la ruina de su autoridad moral. Aun cuando el niño no lo manifieste, se produce en el fondo de su corazón una sorpresa dolorosa, una fisura en la confianza. El niño no perdona nunca la mentira. Recordemos que las reacciones del niño no son corno las del adulto. Como no posee el espíritu crítico ni el sentido de los matices, toma al pie de la letra lo que sus padres le dicen, sean promesas, amenazas o aun «profecías». He aquí a este propósito una pequeña historia auténtica:
Una niña de cinco años se disponía a salir con su tía. Le habían puesto un traje nuevo, que con amor habían hecho para ella las hábiles manos de su mamá. Y ésta, orgullosa, vio salir a su niña, diciéndole: «Se van a caer de espaldas de admiración cuantos encuentres, viéndote tan guapa». Transcurrió el tiempo del paseo. La tía y la niña regresaron a casa. Con la cara y gesto de enfado, «la señorita» se arranca su sombrero y lo arroja sobre un mueble...
«¿Qué tienes?», pregunta sorprendida la madre. «Ni uno solo de los que han pasado ha caído de espaldas al verme ... » ¡Amarga decepción! ¿Diréis que la pequeña era bastante tonta tomando al pie de la letra la predicción materna? Pero los niños toman siempre así lo que se les dice.
Si no se puede responder a una pregunta inoportuna o indiscreta de un niño, es mejor decirle sencillamente que no se le puede responder por tal o cual razón; pero nunca engañarle, por poco que sea.
No se dirá nunca bastante el mal que hacen a los niños esas historias de los reyes magos dejando juguetes en la ventana, o las fábulas ridículas de las cigüeñas para explicar el nacimiento de los niños. Los niños pequeños creen a sus padres como al evangelio. Algunos están dispuestos a pelearse por defender las afirmaciones recibidas. Cuando se dan cuenta -y esto ocurre uno u otro día- de que los han engañado, sufren una cruel decepción, aun cuando en el momento no sepan expresarla. En algunos temperamentos generosos, el abuso de confianza de que han sido víctimas puede hasta crear un verdadero traumatismo psicológico y moral.
Cuando contemos un cuento, tengamos cuidado de decir: «Esto es un cuento, una historia inventada, irreal.» Cuando, al contrario, contemos un relato del antiguo o del nuevo testamento, digamos: «Esto es verdadero». Es de mucha importancia no engañar una inteligencia ingenua dándole lo falso como verdadero. No os admiréis si después quedan los niños furiosos, decepcionados, afligidos, por haber sido engañados, o si continúan durante su vida considerando como del mismo plano lo sagrado y lo profano, o si para ellos la religión queda sencillamente como un mito maravilloso dado como alimento a los pobres hombres para embellecer su vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario